
En la Edad Media las epidemias de más consideración, por el número de pacientes al que afectaron y por los remedios que se utilizaron, fueron la lepra, la peste y el fuego de san Antón.
Una de las primeras enfermedades descritas desde la Edad Antigua fue la lepra, en la cual además de las lesiones cutáneas había afectación de los nervios y destrucción de los cartílagos nasales y auriculares, lo que provocaba una deformidad facial típica que durante el medievo llamaron «cara de leño» y que consistía básicamente en que el paciente tenía un aspecto leonino, un estigma imborrable.
El término lepra aparece recogido en numerosas ocasiones en la Biblia, especialmente en el Levítico (capítulos 13 y 14), pero hay que desconfiar de que realmente se refieran a la lepra tal y como la entendemos en la actualidad, pues probablemente englobaba numerosas enfermedades de la piel (psoriasis, vitíligo, dermatitis seborreica, eczema…). El nombre lepra procede de la palabra griega lepein, que significa «pelar», y guarda relación con uno de los síntomas más graves de la enfermedad, ya que en ocasiones la piel se «caía a tiras».
Se cree que los orígenes de la enfermedad hay que buscarlos en el continente
africano y que desde allí se extendió a India, China y Europa. Con la ayuda de
la paleopatología hemos podido saber que ya existía la lepra en Europa en el
siglo III d. C.
Medidas hospitalarias contra el aislamiento
A lo largo de la Edad Media, el diagnóstico de lepra lo hacían tanto los
médicos como los sacerdotes, y para ello se recurría a inspeccionar la orina,
el cuerpo y, si era necesario, a efectuar una sangría para inspeccionar la
sangre. Si se pensaba que el paciente tenía lepra, era conducido a una
iglesia en procesión, se le acostaba ante el altar, se entonaban cantos
funerarios y se le vestía con el traje de Lázaro. Antes de abandonar la iglesia
el sacerdote le imploraba: «Ahora mueres para el mundo, pero renaces para
Dios». Si el enfermo estaba casado, su matrimonio se consideraba disuelto y
todos sus bienes pasaban a manos de sus parientes o de la Iglesia. Así pues, la
lepra fue causa legal de divorcio y de la pérdida de todos los bienes.

En el año 549, durante el V Concilio de Orleans, la Iglesia cargó
con la responsabilidad de mantener a los leprosos, decidiendo ocuparse de su
alimentación y vestido. Tras el Concilio de Lyon, que tuvo lugar en el año 583,
las autoridades religiosas dictaron una serie de normas relacionadas con el
aislamiento de los enfermos: se ordenó que cuando una persona fuera
diagnosticada de lepra debía ser expulsada de la sociedad y condenada a
vivir extramuros. Al leproso se le prohibía la entrada a las iglesias,
mercados o molinos; lavar sus manos o su ropa en los arroyos; salir de casa sin
usar su traje de leproso; tocar con las manos cualquier cosa; entrar en una
taberna; tener relaciones sexuales; tocar las cuerdas y postes de los puentes,
excepto si lo hacía con guantes, e incluso tenían prohibido caminar en contra
del viento.
La Iglesia tiñó la enfermedad de calificativos morales, de forma que el leproso
era un pecador reprendido por Dios a tiempo, que estaba muerto en vida, pero
que tenía la oportunidad de redimir su alma. Estaba, por tanto, más próximo a
Dios, ya que sus pecados estaban a punto de ser perdonados, siempre y cuando
aceptase su enfermedad y llevase una vida ejemplar, pero fuera de la comunidad.
Las leproserías, también llamadas gaferías
A partir del siglo XI, para mejorar sus condiciones de vida, se permitió a los leprosos
mendigar para pedir ayuda, pero para ello se les obligaba a usar una ropa que
les distinguiera (de color grisáceo) y, además, llevar un cascabel o una
carraca para advertir de su presencia y evitar el riesgo de contagio.
La Orden de San Lázaro se fundó específicamente para estar dedicada al
cuidado de los leprosos, en alusión a Lázaro, uno de los personajes del
Nuevo Testamento, al que San Lucas (16, 19-31) en la parábola del hombre rico describe
como un hombre cubierto de llagas.
Los enfermos eran ingresados en las leproserías en las que además de los
rezos se practicaban sangrías, se les preparaban brebajes preparados con
ortigas, sal, hierbas aromáticas y caldo de víbora, se les aplicaban ungüentos
de mercurio y se les administraba carne de serpiente. La mayoría de las
leproserías estaban localizadas en las principales vías de comunicación y rutas
de peregrinación; contaban con un huerto, un establo, un cementerio y una
capilla, y cada paciente solía tener una habitación o una cabaña individual.
¿Qué tratamiento empleaban los médicos medievales contra la lepra? Uno
de los autores medievales que más testimonios nos ha dejado al respecto ha sido
Jordanus de Turre (1313-1335), profesor de Montpellier, quien en su libro Tratado
de los signos y tratamiento de los leprosos (1313-1320) clasificó y analizó
los diferentes tratamientos para la lepra. Señalaba que el tratamiento más
eficaz es la flebotomía, que consistía en seccionar grandes venas para «limpiar
el hígado y el bazo» de la sangre impura. También recomendaba que el paciente
comiese abundante carne de serpiente, ya que «un veneno expulsa otro veneno».
En España las leproserías recibieron el nombre de gaferías
(el vocablo gafo significa «agarrotado», en clara alusión a la postura
de las manos y los pies de estos enfermos). La primera leprosería o gafería
española fue la de Barcelona, en el siglo IX, a la que siguieron otras muchas.
En 1471 los Reyes Católicos crearon la figura de los alcaldes de la lepra,
los cuales debían asumir las prerrogativas que con anterioridad tenían los
jueces eclesiásticos en cuanto a dictaminar el aislamiento de por vida de los
enfermos.
El número de leprosos en la Edad Media aumentó de forma alarmante, se
estima que aproximadamente el 4 % de la población tenía esta enfermedad. Sin
que se conozcan las causas, a mediados del siglo XV la enfermedad fue
remitiendo, actualmente se piensa que pudo ser debido a que la peste negra
exterminó a la mayor parte de los enfermos con lepra.
Fuente: Gargantilla, P.(2011) Breve historia de la medicina. Del chamán a la gripe A. Editorial Nowtilus.